Manuel A. Yépez A/El Impulso
Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) principios como la libertad, la justicia, la paz, la seguridad personal, la libertad de pensamiento, la libertad de opinión y de reunión, entre otros, se convirtieron en baluartes indispensables de la democracia y la participación protagónica de los pueblos. Todos los países, defensores de la soberanía, de su derecho a elegir y controlar a sus gobernantes, de los derechos humanos y las garantías constitucionales, se apegan, fehacientemente, a estos principios conquistados después de la Segunda Guerra Mundial.
No obstante, como entre el ser y el deber ser existen afiladas discrepancias, no todas las sociedades ni todos los tempos históricos se han adecuado a aquello con la misma vehemencia con la que se quisiera; al contrario, producto de la vorágine social y el devenir constante, los principios universales de igualdad, justicia y libertad se han visto alterados por la ignominia política y la ilegitimidad fragmentada del orden constitucional y legal.
Un ejemplo de esto lo narra la presencia y la efigie de los presos políticos que han existido a lo largo de la historia de la humanidad; figuras como Nelson Mandela, que fue acusado de conspiración contra el gobierno, arrestado el 5 de agosto de 1962 y encarcelado por 27 años; Mahatma Gandhi, apresado el 18 de marzo de 1922 por las autoridades inglesas y sentenciado a 6 años de prisión; el activista de los derechos civiles Martin Luther King Jr, perseguido en la década de los 60 por promover campañas y marchas en contra de la segregación racial en Birmingham; y, por supuesto, en la dimensión más próxima de los venezolanos, los 127 presos políticos que tiene en su haber el gobierno de Nicolás Maduro, que la Fundación para el Debido Proceso (Fundepro), el Foro Penal y otras ONG denuncian ante los organismos internacionales, y que preocupan -incisivamente- a la Organización de las Naciones Unidas (ONU).